No siempre puedo visitar mi ciudad natal, pero esta vez no había excusa. Mis padres celebraban sus bodas de oro, y no podría perderme tal celebración.
La ceremonia se hizo en el mismo templo donde mis progenitores contrajeron bodas. En el mismísimo lugar donde fui a una escuela dominical de 50 secciones. Exactamente en el inmenso «atrio» que me sirvió de pista de carrera después de los cultos. En el mismo gran «altar» donde me reconcilié con el Señor varias veces después de ir al cine. —Y un largo etcétera de experiencias muy espirituales y nada espirituales, típico de adolescente.
La agenda era las bodas de oro, pero también quería enseñarle a mi hijo de 5 años el inmenso lugar físico donde sucedió mis primeras nociones de iglesia. Llegamos, cruzamos la puerta, y casi me atoro con mi propia sorpresa. Al parecer, todo se había achicado. La inmensa pista podía recorrerlo en pocos pasos. El altar, ni tan alto, ni tan ancho. Secciones de escuela dominical, ni tanto.
A mi regreso a la capital, mientras meditaba en esta experiencia, una nueva mAxima me vino a la cabeza: