Por curioso escuché a mi padre hablar con un correligionario suyo sobre un consiervo de otra denominación. Mi infancia me permitió, rápido, sentir una marcada distancia espiritual en las palabras de diccionario que usaban, muy a pesar de llamarlo hermano. Por algo que ellos creen, y los otros lo niegan; por algo que ellos practican, y los otros lo prohíben.
Interesarme en esa conversación ajena me produjo una crisis de fe, y me empujó al abismo de la siguiente pregunta: ¿Cómo yo sé que estoy en la verdad?
Esa noche no solté a mi padre hasta vaciar mi cabeza de las preguntas que me aturdían, ni lo dejé tranquilo hasta que me diera una respuesta contundente, convincente y confiable. —¡Había descubierto cuál es la regla de fe para medir toda creencia, y cuál es la autoridad última al cual puedo apelar siempre!