Mi padre, pastor evangélico, y un jubilado cura católico, fueron grandes amigos.
Ni las 95 tesis de Lutero impidió que se conocieran, pues el cura administraba el hotel y restaurant de su tía y quería que un contador de alta reputación lleve sus cuentas.
A pesar de la inmensa brecha teológica que los separaba, había algo que los unía entrañablemente: el gusto por el café. Mi padre podía refutar toda su doctrina católica, pero guardaba silencio cuando el cura hablaba sobre algún misterio del café.
Yo que seguía a mi padre en todas sus reuniones, innumerables veces me senté con ellos dos en la mesa a sorber un buen café.
Recuerdo con nostalgia las múltiples veces que mi padre interrumpía mis tardes de ocio, con una irresistible pregunta: «¿Quieres tomar café?». Yo, rápidamente dejaba mis redes y le seguía. Llegábamos al hotel del cura, hablaban no sé de qué, papeles por aquí y papeles por allá, y de pronto el curita irrumpía: ¿Un cafecito, don Justo? Y nos íbamos al restaurant.
Creo que esta fue una estrategia más de mi padre para tenerme a su lado. Solo que yo le acompañaba hasta después del café. Mi padre se quedaba trabajando, y yo me iba a casa, debidamente cafeinado, a continuar con mis ocupaciones de adolescente.