Mi esposa me envió al supermercado, y no regresé sino después de 5 horas. ¡Qué bárbaro!
Para entrar, la cola me tomó 3 horas, y para pasar por caja casi otra hora. El resto, entre pasillos, enmascarados y productos que ya no están donde los dejé antes de la cuarentena.
Agradecí al cielo por los tricicleros que pasan por mi cuadra ofreciendo frutas. Valoré a los que me tocan la puerta para ofrecerme miel de abeja. ¡Bendije a los station vagons que —últimamente — pasan vendiendo un pollo entero a 9 soles! Hasta me arrepentí por renegar cada vez que vendedores callejeros destrozan mi tranquilidad con sus vocerronas de cobradores de combi.
También me acordé de Vizcarra. Si su ministro de Justicia estaría en mi lugar — hablaba conmigo mismo — seguro que propondría leyes para potenciar a los tricicleros y empoderar a los que tocan puertas para venderte algo.
Si fuera así — alucinaba con el sol encima — , si quiere celebrar el día del padre en cuarentena, ¡no hay problema!
¡Ya no sabía qué más filosofar!