Bla, bla, bla, metrallé al pastorcito éste, arriesgando nuestra naciente amistad. Era yo un adolescente, atrevido y sabelotodo, y mi hígado me decía que debía increparlo.
El humo de la discusión habría llegado hasta el tercer piso, que una vez apaciguada, mi padre me llamó a su oficina y me dio mi primera cincelada ministerial:
—Hijo —me suplicó— con un viejo no se discute.
—Entonces qué hago —respondí.
—Los viejos nunca cambiarán, los jóvenes sí.
Al pasar los años, esta frase marcó mi rumbo ministerial. Podría decirse que fue la primera piedra de lo que sería, una década después, mi gran proyecto de ministerio.