Israel ingresó a Egipto con el pie derecho. El mismísimo rey los recibió con bombos y platillos. Les dieron todo lo que necesitaban y esperaban (caprichos incluidos) para vivir y vivir bien. Les coronaron de privilegios y favores impensados. Pero al final… se convirtieron en una colonia de esclavos.
De privilegiados a esclavos.
Todos estos beneficios eran gracias a José. El muchacho de sueños extravagantes tenía nombre propio en la política egipcia, por tanto cualquier movida para perjudicarlos era un acto suicida. Pero después de su muerte, surgió un nuevo rey con el macabro plan de esclavizar a los hijos de Israel. Este nuevo faraón dijo a sus conciudadanos: “Si no lo hacemos ahora, estos llegarán a dominarnos”. Es que el número de judíos llegó a superar al número de egipcios (Ex 1:6-14).
El plan de esclavización no empezó militarmente, sino psicológicamente. Les hirieron sistemáticamente la autoestima, haciéndoles recordar su condición de extranjeros y advenedizos, por lo tanto propietarios de nada. Los medios de comunicación se confabularon para crearles una actitud consumista. Les edificaron grandes consorcios para venderles hasta lo que no necesitan, y al crédito. Les instalaron inmensos tragamonedas en cada barrio para quitarles su dinero legalmente. Les construyeron grandes centros de entretenimiento para quitarles lo que tienen y lo que tendrán el próximo fin de mes. Les cerraron el acceso a la universidad, y así evitar la rebelión de un pensante. Y un detalle más: cada aumento de sueldo traía consigo una condición… seguir consumiendo. ¿El resultado? Un pueblo trabajando 16 horas al día para poder consumir más, sin tiempo para la familia, mucho menos para Dios.
Oferta millonaria.
Cuando los israelitas reaccionaron, ya era muy tarde. Lo que empezó ingenuamente llegó a esclavizarlos, ya no figurativamente sino en todo el sentido de la palabra: trabajo a latigazo limpio. Entonces hicieron lo que no se suele hacer en tiempos de bonanza: “clamar a Dios”. Creo que uno oró así: “Si me sacas de esto, te serviré el resto de mi vida”.
Por esos días apareció un tal Moisés. Habló con los ancianos sobre su experiencia con Dios en el monte y los convenció respecto a un plan titánico: salir de Egipto. Tanta era la aflicción sobre sus hombros y nervios que lo aceptaron como su última jugada. Sospecho que les impactó la idea de convertirse de mendigo a príncipe en cuestión de semanas. Cuando llegó la hora, una gran mayoría hicieron la oración del penitente, a lo que un diario reportó: “Estamos viviendo la cosecha más impresionante de la historia”.
Camino a la libertad.
¡Y por fin salieron de Egipto! Por supuesto que fue toda una hazaña, pero salieron.
Pasaron varios días y ya se encontraban a unos kilómetros de sus sueños. Entonces enviaron un equipo que explore esa nueva dimensión de vida.
Muy bien. Los exploradores volvieron y presentaron su informe. ¿Y sabe qué pasó al final? ¡Un shock cultural sufrieron los “ya no más esclavos”. ¡Todo lo veían gigante! (al pequeño todo le parece grande; al grande todo le parece pequeño), todo lo sentían imposible, todo lo imaginaban catastrófico. Los periodistas escribieron críticas al Plan Moisés, e incluso más de uno lo calificó como la estafa maestra.
Una nueva identidad.
Estaban a punto de tomar lo que les pertenecía, mas sus sentimientos de inferioridad los bloqueaban. ¿Qué hacer? Dios dijo: “Los llevaré al desierto, y allí sacaré Egipto de Israel”. ¡Y eso le tomó cuatro décadas! ¡Cuatro décadas de reingeniería autoconceptual intensiva! El objetivo: devolverles su original estado mental de grandeza y conciencia de benditos (Gen 12:1-3).
La historia se repite.
Damas y caballeros, lo que acabo de escribir no es un simple ensayo. Lo que pasó aquel tiempo sigue sucediendo. La gente después de pisar el fondo de la esclavitud aceptan su liberación en Cristo, pero cuando tratan de vivir la plenitud en Cristo sufren un choque cultural. Entonces el Señor nos lleva al desierto para un tiempo de duro entrenamiento. Y si cooperamos, llegamos a edificar nuestra nueva identidad y bendición en Cristo que es por fe y para fe.
Dios aún usa hombres. En ese sentido, sus siervos asumen un rol de constructor de identidades, un espejo social de bendición, un alimentador de cultura de reino, un destructor de falsas creencias, un derribador de principios caídos, un reestructurador de valores, un arruinador de pensamientos egoístas, un plantador de semillas eternas. En síntesis… un reprogramador cultural.