Abuelo divergente

Si algo heredé de mi abuelo materno fue su divergencia.

A mis logros le encontraba trampa. A mis preguntas, simpleza. A mis pedidos, abuso. A mis hechos, imperfección. A mis molestias, sin razones.

No podíamos hablar un tema sin acaloramientos, durante toda mi secundaria. A penas me desocupaba de mi ocio, de pronto me llamaba: «Ven, sinvergüenza, vamos a discutir». Cuando le rehuía, sabía cómo picarme la lengua: «¿O me tienes miedo?».

Cuando fui avisado de su partida, me subí al bus por 10 horas para llegar a su velorio y entierro. Cuando me tocó hablar, mi cabeza se llenó de mil recuerdos, mis ojos de lágrimas, y mi boca de acción de gracias.

Yo ya era pastor, y había vivido una buena juventud, y mi abuelo se atribuyó la gloria. «Eres lo que eres, gracias a mis consejos», me dijo cierto día. Nunca le correspondí, pues ni siquiera podía elucubrar alguno de sus, dizque, grandes consejos. Hasta ahora, que soy adulto, y que me costó una maestría entender que la penúltima forma de enseñar y aprender es debatiendo.

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